CIRUJIAS PLASTICAS / Nayaret Saud

Santiago. Enero 2006.

“Porque hay que decir una vez más que en ninguna parte prolifera mejor lo posible que sobre las ruinas de lo real”

“El viento paráclito” Michel Tournier, 1994.

Construir es dar forma, es levantar, edificar, es izar o apilar. Es haber trazado en el aire o en el papel o surcado la tierra. Una construcción tiene forma, pero no necesariamente, vida. Un espacio no es un lugar, un lugar requiere de una fundación. Fundar es clavar la estaca, atraer sobre sí todo el sol desierto, dimensionar el horizonte, medir los pasos, es plantar el pie en la tierra seca, sedienta o sudorosa. Es historizar el futuro. Fundar es el gesto de posesión que dibuja una frontera, un delante y un detrás, un adentro y un afuera, un antes y un después.  Espacio, tiempo…cuerpo. Cuerpo animado o cuerpo yacente. Cuerpo cardinal, cuerpo de coordenadas terrestres y celestes. Cuerpo que crea mundo en la medida en que todo lo que existe se moldea a su imagen y semejanza: modelo herramentario, extensión utilitaria, o destino de reinvención. Así, a partir siempre del cuerpo, el humano modela un exterior que se le devuelve como obra viviente, autónoma, paradójicamente como fuente de tentativa a la perfección, a la inmortalidad, a la inmanencia. En paralelo y al unísono, se va fecundando la interioridad, eso que aparece como reverso de lo externo, ajeno, desgajado de la proximidad del tacto y la prensión.  El interior nace, entonces, con la pretensión de ser lo propio, lo no enajenable, lo inaprensible, lo oculto, lo clandestino, lo perdurable, así como lo efímero por definición,-tal como se representan la memoria y el pensamiento-. Interior emparentado con la profundidad más abigarrada así como con el rincón más vacío, lugar de residencia mítica de la nada, del hueco apozado. Mundo de caverna, de fosa, de estómago, útero, intestino, o cerebro, de “alma”, pero también de casa, de morada. Entre uno y otro mundo existe una zona sensible, de radar fronterizo. Esta zona, agujereada por los órganos de los sentidos, es una malla milimetrada, es una piel que respira. Piel: frontera laminada, fortaleza interior, membrana porosa, cáscara que se seca se pudre y cicatriza. Saco, envoltura, tela elástica, tejido plástico. Curvatura insaciable, pantomima de rectas. Regocijo de la materialidad infinitesimal.Velo de la transparencia imposible.Gendarme de la humedad vital.Delator de la edad, el oficio, la clase social, la enfermedad y la muerte.Mapa de rutas trazadas y “paleadas” por las retroexcavadoras del tiempo.Territorio del otro. Este límite entre lo público y lo privado se viste, se engalana, se recubre, pero también se interviene en la desnudez. Cualquier intervención a un cuerpo transita por la piel, ella concede el pase de entrada, pero se reserva el derecho de contar. Sí, la piel, la fachada tiene vocación literaria. Ella cuenta, relata, chismorrea, acoge la vecindad a través de la imagen y la palabra. La sonoridad de las palabras se pasea por las fachadas, por ese espacio siempre social que no es ni público ni  privado, ni interior ni exterior, ni casa ni calle, ni de todos ni de nadie. No hay espacio sin tiempo. No hay cuerpo sin lenguaje. No hay fundación sin palabra. No hay construcción de lugar sin mito. “Detrás de la ronda de las horas y los puntos salientes del paisaje se encuentran, en efecto, palabras y lenguajes: palabras especializadas de la liturgia, del “antiguo ritual”, en contraste con las del taller “que canta y que charla”; palabras también de todos aquellos que, hablando el mismo lenguaje reconocen que pertenecen al mismo mundo”(1)  El escritor Michel Tournier recuerda que el hombre se libra de la animalidad gracias únicamente a la mitología. El hombre no llega a ser hombre, no adquiere un sexo, un corazón y una imaginación de hombre más que gracias al murmullo de historias, al caleidoscopio de imágenes que rodean al niño desde la cuna y le acompañan hasta la tumba. Es esa palabra fundadora –plegaria al cielo, grito de arenga o susurro cómplice-, la que recupera, para convertirla en mito refundacional,  el artista visual. A partir de su “invasión íntima” en los recorridos, en los recuerdos, en las alianzas, en los dolores, en las conquistas y en las fugas interiores de los vecinos, de aquellos protagonistas de la colonización del eriazo-margen de la ciudad, el artista detiene la abducción hacia el interior de las viviendas y conmina a reponer la palabra. Esta recuperación, que convierte los desechos en historia e identidad, se desliza por las rendijas y los umbrales, haciendo reversible algo de lo interno, de aquello que corrientemente se guarda puertas adentro. Aceita las bisagras y abre las ventanas, exhibiendo piezas de esos museos íntimos y colectivos. Ella extiende y alarga los perímetros de las propiedades, creando intersecciones retóricas y de lugar.  Pero la intervención de estos artistas excede la palabra y la retórica. Ella dispone en el centro de su operación un conmutador que traduce el discurso de los vecinos en objetos vivientes, discretos monumentos del cotidiano y la memoria que han devenido símbolos de subjetividad, de historias de amor, de ambiciones, de pasión y de luchas. Objetos, que al ser desempolvados por el cruce de imaginarios entre los pobladores y el artista, se les restituye su carácter siempre social, su origen amoroso, económico o político. Las arpilleras que denunciaban clandestinamente las vivencias de horror ocurridas en la dictadura, retoman su vocación de historiadoras. La “pescá” frita se toma la vereda y la convierte en playa marina. Los maceteros colgados en la reja instalan la farmacia de una machi. Las latas que temen a la abolladura de la ley de la propiedad y los impuestos internos, exhiben al fin su oficio de aire y fuego, venden su amor por las superficies sin sombras.  De palabras a objetos, de objetos a palabras. En esta conmutación casi alquímica, casi mágica, se opera una intervención simbólica que legaliza las prácticas de comercio con el mundo. Restablece la socialidad esencial de un grupo humano, otorgándole derecho de vida pública a los intercambios ocultados por las puertas y las fachadas que se han hecho espesas e impermeables. Sí, intervenciones de utilidad pública, aunque no de urgencia, no de tajos cosidos en la Posta, a granel y sin recursos. No, más bien cirugías plásticas de fina confección. Cirugías que revitalizan la piel de la comunidad a través de cortes sutiles en el flujo cotidiano de la supervivencia ingrata y enceguecedora. Cortes que abren las interminables capas cárneas de la memoria comunitaria. Aperturas de esa frontera laminada que respira y habla en la fachada. Cirugías reconstructivas de ese tejido plástico que es la comunidad. Cirugías que esculpen las ruinas de lo real. (1) Marc Augé. “Los no lugares” (1992) Editorial Gedisa, S.A. Barcelona, 2004.